Un gatito de Navidad (Cuento)

 Mérida tenía un gatito llamado Navidad. Fue en la víspera de la festividad que lo encontró por las calles, entonces no dudó ni un momento en llevarlo a casa. Sus ojos eran de un color ámbar amarillento, como los de un par de cascabeles; tenía un maullido muy agudo, su pelaje era completamente blanco y se le volvía esponjoso por su volumen.


El gatito Navidad tenía ocho años de vida ya, cuando Mérida lo adoptó. Le resultaba extraño el cambio, de tener que alimentarse con aves o ratones, a comer una comida artificial, con delicioso aroma; o de recibir baños; o la novedad de dormir en una calentita cama, en compañía de su dueña, en vez de acurrucarse bajo un auto o entre los matorrales menos fríos. Navidad no era arisco con los humanos, más bien era mimoso, pero nunca había sido adoptado por uno. Mérida lo cuidó mucho, lo domesticó para volverse un gato casero; con el tiempo, Navidad ya no perseguía a las aves o ratones que se le cruzaban; tampoco le parecía acogedor un matorral, o debajo de los autos. No había abandonado su instinto, sino que prescindía de esa necesidad de alimento, y además con el correr de los años iba perdiendo su agilidad; los baños nunca le gustaron, y ya conocía un sitio con más cobijo, que podía preferir.


Navidad aprendió muchas de las costumbres humanas, así supo cuáles no debía imitar. Los gatos no debían subir a la mesa ni comer allí, a diferencia de los humanos; tampoco podían rasgar los muebles, porque los humanos no tienen filosas uñas como para entenderlo; y los gatos, como Navidad, tampoco debían de salir sin un collar. Navidad tenía un bonito collar rojo.


Pero el gatito Navidad, no era como los demás gatos caseros comunes y corrientes, que ya conocían todas esas costumbres humanas y normas para convivir con los humanos. Cuando le contó a sus amigos que sus humanos celebraban su cumpleaños, estos no le creyeron. Le bufaron, a más no poder, respondiéndole que eran mentiras.


Pero Navidad sabía que sus humanos lo querían un tanto más que los dueños comunes y corrientes a sus gatos. Pues, cada año y en la misma fecha en que Mérida lo encontró, todos los humanos de la casa, incluso los invitados, celebraban felicidad a Navidad por un año más de vida.


Brindaban con sus copas en alto, reunidos cerca de un arbolito artificial muy simpático, colmado de adornos que endulzaban los ojitos cascabel de Navidad; unas figurillas al pie del arbolito, también decorando la escena, tratándose de una familia de humanos bajo el techo de algo que parecía menos cálido que un auto, con dos humanos adultos, madre y padre, sonriendo a un humano todavía bebé que dormitaba sobre una cama no tan cómoda y acogedora como los matorrales en los que solía dormir Navidad.


Navidad sabía que sus dueños celebraban su cumpleaños; decoraban la casa con todos los colores que le gustaban, e intentaban imitar con unas figurillas la vida que llevaba antes de ser adoptado. Luego del brindis, llegaban los regalos a los anfitriones y a los invitados, por haber asistido al cumpleaños de Navidad. Mérida recibiría un osito de peluche o algún otro chiche, que compartiría con Navidad. La tía de Mérida, que no faltaba al cumpleaños del gatito, siempre llevaba su bolsa de tejer, y le regalaba una bola de hilo verde a Navidad.


Después de la fiesta, la noche era muy oscura, pues era en invierno, y los cielos solían nublarse con precipitaciones de nieve, y Navidad se iría a jugar por los techos de las casas nevadas con su bolita de hilo. Cuando se cansaba de corretear de aquí para allá, o perdía el hilo, o bien el frío le era insoportable ya, regresaba al cuarto de Mérida y desde la ventana miraba una estrella que salía por la madrugada, que parecía desearle feliz cumpleaños. Y Navidad se dormía.


Cuando Navidad, tan blanco como la nieve y de espíritu tan colorido como los adornos de su cumpleaños, perdió el brillo en sus cascabeles y se fue a jugar con el hilo cerca de la estrella de la mañana, donde no hace frío, su familia continuó celebrando su cumpleaños cada año con mucha ternura.


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